Cada hombre es como un instrumento
"Si lo pensáis en términos musicales, es más fácil entenderlo. A veces un hombre disfruta oyendo una sinfonía. Otras le apetece más una giga. Con el amor pasa lo mismo. Cierto tipo de amor resulta adecuado para los mullidos almohadones de un claro crepuscular. Otro resulta natural en el desorden de las sábanas de una cama estrecha en el último piso de una posada. Cada hombre es como un instrumento, y espera que lo entiendan, lo amen y lo toquen con delicadeza, para por fin hacer sonar su verdadera música.
Habrá quien se ofenda con esta manera de ver las cosas, si no entienden cómo concibe la música un artista de troupe. Habrá quien piense que degrado a los hombres. Habrá quien me considere insensible, grosero o zafio.
Pero esos no entienden el amor, ni la música, ni me entienden a mí."
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Claro que es íntimo –dijo Vashet–. Cualquier cosa que una a dos personas es íntima. una conversación, un beso, un susurro. Hasta pelear es íntimo. Pero nosotros no somos extraños respecto al sexo. No nos avergonzamos de él. No creemos que sea importante quedarnos el sexo de otra persona para nosotros solos, como un avaro que acumula oro. –Sacudió la cabeza–. Esa idea tan extraña es la que más os diferencia a los bárbaros.
–Pero ¿y el amor? –pregunté, un poco indignado–. ¿Qué pasa con el amor?
Vashet soltó una larga y fuerte carcajada de regocijo. Debió de orila medio Haert, y resonó por los montes.
–!Bárbaros! –dijo enjuagándose las lágrimas–. Se me había olvidado lo atrasados que sois. Mi rey poeta también era así. Tardó muchísimo en comprender la verdad: que existe una gran diferencia entre el pene y el corazón.
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Ya lo dijo Teccam: no hay hombre valiente que nunca haya caminado cien kilómetros. Si quieres saber quién eres, camina hasta que no haya nadie que sepa tu nombre. Viajar nos pone en nuestro sitio, nos enseña más que ningún maestro, es amargo como una medicina, cruel como un espejo. Un largo trampo de camino te enseñará más sobre ti mismo que cien años de silenciosa introspección.
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–También había mujeres –dije, y las palabras se atascaron en mi garganta.
Los ojos de Nana destellaron.
–Ellas se lo merecían el doble –dijo, y la súbita e intensta ira reflejada en su dulce rostro me pilló tan desprevenido que noté un cosquilleo de miedo por todo el cuerpo–. Un hombre que le hace eso a una chica es como un perro rabioso. No merece ser considerado una persona, sino solo un animal que hay que sacrificar. Pero una mujer que le ayuda a hacerlo... Eso es mucho peor. Ella sabe lo que está haciendo. Sabe qué significa.
Nada dejó la taza en la mesa con suavidad, y volvió a adoptar una expresión serena.
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Hubo un momento de silencio.
–Bueno –dijo Cronista–. El modo subjuntivo.
–Es superfluo –dijo Kvothe–. Complica innecesariamente el idioma. Me ofende.
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–Eso no puede negarse –respuso Bredon–. Podría haber escrito esto con sangre.
–Creo ue le habría gustado –dije–. Pero habría tenido que matarse para llenar la segunda página. –Se la entregué.
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excrecencia
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